Si había suerte y el ciego no te incapacitaba, te llevabas a una chavala y hacías con ella lo que podías, que casi nunca era gran cosa. Volvías a casa con el culo lleno de arenas, preguntándote qué había pasado exactamente. Dejando para el domingo de resaca la tarea de construir una historia digna que los amigos reclamarían como un tributo. Y al fin de semana siguiente, vuelta a empezar. Hasta que alguien decretó que nos podíamos permitir el derroche y colocó esas estúpidas luces. La playa entonces dejó de ser una opción.
Yo estoy a favor de la luz. Sobre todo después de haber leido el primer capítulo del libro Tiburon donde una chica se anima a bañarse de noche desnuda… quizá si esa playa hubiese estado iluminada, esa joven todavía estaría viva…